La Constitución de la República Argentina, dada en 1826, más espectable por los acontecimientos ruidosos que originó su discusión y sanción que por su mérito real, es un antecedente que de buena fe debe ser abandonado por su falta de armonía con las necesidades modernas del progreso argentino.
Es casi una literal reproducción de la constitución que se dio en 1819, cuando los Españoles poseían todavía la mitad de esta América del Sud. “No rehúsa confesar (decía la comisión que redactó el proyecto de 1826), no rehúsa confesar que no ha hecho más que perfeccionar la constitución de 1819”. Fue dada esta constitución de 1819 por el mismo Congreso que dos años antes acababa de declarar la independencia de la República Argentina de la España y de todo otro poder extranjero.
Todavía el 31 de octubre de 1818 ese mismo Congreso daba una ley prohibiendo que los Españoles europeos sin carta de ciudadanía pudiesen ser nombrados colegas ni árbitros juris. Él aplicaba a los Españoles el mismo sistema que éstos habían creado para los otros extranjeros. El Congreso de 1819 tenía por misión romper con la Europa en vez de atraerla; y era ésa la ley capital de que estaba preocupado.
Su política exterior se encerraba toda en la mira de constituir la independencia de la nueva República, alejando todo peligro de volver a caer en manos de esa Europa, todavía en armas y en posesión de una parte de este suelo.
Ninguna nación de Europa había reconocido todavía la independencia de estas repúblicas. ¿Cómo podía esperarse en tales circunstancias, que el Congreso de
1819 y su obra se penetrasen de las necesidades actuales, que constituyen la vida de estos nuevos Estados, al abrigo hoy día de todo peligro exterior?